Las causas del autismo llevan medio siglo en discusión y siguen sin
estar claras, pero cada vez resulta más evidente la trascendencia de los
factores genéticos. Dos macroestudios presentados en Nature
confirman ahora las fuertes y complejas componentes genéticas del
autismo, identifican más de 100 genes implicados en el riesgo de
desarrollarlo y revelan las tres grandes rutas por las que maniobra esa
maraña de material hereditario. Dos de ellas –la formación de las
sinapsis y el control de los genes cerebrales— eran en cierto modo
esperables, pero nadie contaba con la tercera: la cromatina, una
arquitectura de alto nivel que empaqueta o expone grandes áreas de la
geografía genómica en respuesta al entorno.
Los resultados tienen implicaciones inmediatas para el diagnóstico
genético del autismo, que ahora se conforma con un modesto 20% de
capacidad predictiva y podrá multiplicarse en pocos años, aunque
seguramente a costa de introducir las modernas técnicas de la genómica
–la secuenciación de exomas, o la parte del ADN que significa proteínas—
al alcance de los servicios de psiquiatría hospitalarios. Pero además,
estos datos darán trabajo durante mucho tiempo a los neurocientíficos,
que tendrán que aclarar cómo esos genes afectan al cerebro, y a los
farmacólogos, que podrán dirigir sus dardos químicos contra toda una
nueva batería de dianas.
El autismo, que aparece más o menos en uno de cada 100 niños, es un
trastorno de desarrollo que afecta a la capacidad social, de
comunicación y de lenguaje, y suele resultar evidente antes de los tres
años de edad. El autismo “clásico”, el síndrome de Asperger y el
trastorno generalizado del desarrollo no especificado (PDD-NOS por sus
siglas inglesas) son tres cuadros relacionados que suelen agruparse bajo
el paraguas de trastornos del espectro autista. Los macroestudios
abarcan este espectro en general, y no solo el autismo clásico.
Las mutaciones heredadas y de novo –ocurridas en los óvulos o
el esperma de los padres, y que, por tanto, dan lugar a casos sin
precedentes familiares— son el principal factor de riesgo para
desarrollar autismo; sumando ambos tipos de mutaciones, los dos nuevos
estudios identifican más de 100 genes de riesgo. Son de largo los
mayores estudios sobre genética del autismo hechos hasta la fecha.
El primero implica a 37 instituciones científicas internacionales,
incluidas dos españolas, ha sido coordinado por el neurocientífico y
genetista Joseph Buxbaum, del Hospital Mount Sinai de Nueva York, y
analiza el genoma de 3.871 autistas y 9.937 controles emparentados. El
segundo ha sido coordinado por Michel Wigler, del Laboratorio Cold
Spring Harbor, también en Nueva York, y examina el genoma de 2.500
familias con un hijo autista, con un particular foco en las mutaciones de novo, que pueden superar el 20% de todas las mutaciones de riesgo según su análisis.
Estas mutaciones de novo son parte de la razón de que la
influencia genética en el autismo se subvalorara en los primeros
estudios: pese a tener una causa genética, estos casos no presentaban
relaciones familiares obvias. “Pero las mutaciones de novo no
son ninguna peculiaridad del autismo”, explica Ángel Carracedo, de la
Universidad de Santiago de Compostela y coautor del primer trabajo.
“Nuestros óvulos y espermatozoides mutan, es parte del mecanismo de
generación de la diversidad humana”. La otra autora española es Mara
Parellada, de la Universidad Complutense.
Bauxbaum, líder de ese mismo estudio, cree que el consorcio no solo
ha aportado la fotografía teórica más completa de cómo numerosos cambios
genéticos se combinan para afectar al cerebro de los niños con autismo,
“sino también sobre las bases de lo que nos hace a los humanos seres
sociales”. En buena lógica, esos mismos genes deben formar, cuando
funcionan correctamente, la base lógica de las estructuras sociales del
cerebro.
“Todos estos descubrimientos genéticos”, prosigue Bauxbaum, “tienen
que trasladarse ahora a estudios moleculares, celulares y animales para
conseguir futuros beneficios para los afectados y sus familias; un
estudio como éste crea una industria para muchos años, con laboratorios
buscando los efectos fisiológicos de los cambios genéticos que hemos
encontrado y buscando fármacos para contrarrestar sus efectos”.
“La genética que subyace al autismo es altamente compleja”, añade el
segundo coordinador del estudio, Mark Daly, del Instituto Broad (MIT y
Harvard, y uno de los nodos del proyecto genoma público), “y solo
teniendo acceso a grandes muestras es posible trazar las mutaciones
implicadas y entender los mecanismos implicados”.
La genética del autismo se abre camino entre la complejidad del cerebro humano.